La Separación de los Siameses (crónica)





Hacía un calor intenso, incómodo, que escurría mis ganas de estudiar entre el cabello húmedo y la playera del uniforme; parecía que Morfeo me guiaba por ese camino suyo, desviándome de aquel monólogo que la maestra de Historia daba sin ofrecer tregua. No era el único, pues al voltear hacia las filas traseras notaba un compañero que pretendía escuchar dormitando a ratos, otro que dibujaba siluetas en su cuaderno sin prestar atención, y uno más que miraba una revista sobrepuesta sobre el cuaderno y que despertaba la curiosidad adolescente de los que estaban a su alrededor. Al frente la situación no era muy distinta, aunque sí menos evidente; algunas compañeras escribían (aunque no supe si se trataba de una carta de amor, de sus sueños, de algún chisme escolar o incluso de la clase), otras fijaban la mirada al frente como queriendo incrustar sus pestañas en el pizarrón, y una más, quien era de las más hábiles e inteligentes del grupo, ostentaba un audífono en su oreja izquierda, pues argumentaba que tenía un problema en el oído (aunque más tarde confesara que sólo estaba oyendo música).
Así transcurría esta lección sobre el pasado de la humanidad, que en la exposición de la profesora bordeaba los límites entre 1940 y 1950, y que en la realidad había tenido un impacto reciente para mí, para los que estábamos en esa aula, y para la escuela entera. Corría el año de 1986, y ya había comenzado el verano; faltaban sólo algunos días para las vacaciones y yo las esperaba más que antes, más que nunca, especialmente por esa elevada e insoportable temperatura que agobiaba mi espacio escolar hacia las horas del mediodía. La razón no era ni la edad, ni el clima en sí mismo; tampoco la crisis económica ni el mundial de fútbol, sino la manera implacable con la que los rayos de sol se conducían entre las láminas de metal del salón, como si estuviéramos dentro de un gran horno destinado a cocinar nuestros todavía tiernos cerebros. A estas aulas prefabricadas les llamábamos “los gallineros”, pues en nuestras mentes evocaban más a un corral de aves domésticas que a un salón de clase no sólo por su forma, sino porque estaban montadas sobre la cancha de fútbol que era de terracería. Yo iba en una escuela pública, aunque esa no era la razón de las condiciones ergonómicas que en ese entonces padecíamos; se trataba de algo más grande, de un evento que había sacudido a la ciudad hacía menos de nueve meses.
En aquellos días comenzaba a cursar el tercer año de secundaria en la escuela “República de Chile”, que todavía se erige cerca del cruce entre Calzada de la Viga y Ermita, en la delegación Iztapalapa del Distrito Federal. En mis días de estudiante, contaba con tres conjuntos arquitectónicos: El primero, al entrar por la puerta principal y virar a mano derecha, era un edificio con una sola planta que albergaba la oficina de los administrativos y la dirección; el segundo, que desde el mismo punto de inicio se encontraba virando a mano izquierda, tenía tres niveles y contenía todos los salones de clase; el tercero, que estaba de frente al edificio de la dirección, alojaba los talleres. En medio de las tres construcciones se encontraban el patio central y las canchas de basquetbol, para rematar al fondo con la cancha de fútbol y los baños, lugares comunes y a la vez prohibidos para aquellos que buscaban intimidad o pretendían realizar actos de rebeldía.
El inmueble que correspondía al de los salones no era uno solo, sino dos de la misma forma que habían construido uno contiguo al otro, como si fueran siameses unidos por la parte media del cuerpo. En el segundo piso estaban las aulas de primer año, en el primero las de segundo, y en la planta baja las de tercero. Los alumnos de segundo eran los peores según la mayoría de los maestros, y especialmente de los prefectos, pues decían que ya habían superado el proceso de adaptación y que no les importaba el examen de admisión a la preparatoria, asunto que a los que íbamos en tercero –y que teníamos la posibilidad de seguir estudiando- comenzaba a preocuparnos.
Yo vivía a unas diez cuadras de ahí, y mi padre tenía el hábito de conducirme en su auto hasta el acceso principal antes de irse a su trabajo. La hora de entrada era a las 7:30 de la mañana, razón por la que solíamos salir diez minutos antes; pero en la mañana del 19 de septiembre de 1985 los eventos transcurrieron de forma dramáticamente distinta. A las 6:45 AM, mi madre me dio el tercero de tres avisos en el que me advertía sobre la posibilidad de llegar tarde a la escuela. Entre sueños, finalmente conseguí despegarme de la cama y avanzar hacia el baño que sólo yo usaba a esa hora, pues tenía la fortuna de ser el hermano menor de otros dos que se regían por un tiempo cronos distinto. Dejé salir la primera orina del día, tomé un baño, y me dirigí de nuevo a mi recámara para vestirme alrededor de las 7:05. La rutina seguía su curso. Tras peinarme, bajé a desayunar tranquilamente. Tomé un jugo de naranja, una rebanada de pan con jamón y un huevo tibio, mientras mis padres escuchaban las noticias matutinas en la radio. Terminé con el desayuno y me dirigí al baño para lavarme los dientes, con lo cual concluí cerca de las 7:20, listo para tomar mi mochila y subirme al auto de mi padre. Hasta aquí terminó lo que pude haber predicho con certeza la noche anterior.
Tomé mi mochila y al agacharme sentí un mareo; volteé a ver a mis padres y ellos se vieron con una ligera mirada de temor. Percibimos el movimiento del piso. El comentarista en la radio anunciaba que estaba temblando. El suelo comenzó a moverse más fuerte, más rápido; despertaron a mis hermanos y los cinco nos colocamos debajo de vigas sostenidas por muros de carga. De pronto, el comentarista fue silenciado por la suspensión de energía eléctrica y, a cambio, la naturaleza provocó una diversidad de sonidos que arrancaron los dios mío y las voces de angustia de la garganta de mis padres: crujidos en las paredes, macetas cayendo, lámparas oscilando, agua desbordándose de una pecera, alarmas de autos y aullidos de perros. El movimiento se hizo más intenso hasta que ya no hubo nada que decir, sólo se podía esperar. Esperar lo que fuera. Nos abrazamos hasta que poco a poco se fue deteniendo el movimiento. Regresó un silencio casi absoluto, una aparente calma.
Antes que cualquier otra cosa mi padre (como buen ingeniero) tuvo a bien revisar los rincones de la casa en busca de daños. Para nuestra fortuna, sólo había un par de cristales rotos y una grieta en el recubrimiento de una pared. -Nada grave- dijo con cierto alivio. Ya eran casi las 7:30 de la mañana, y nos pusimos en camino para llevarme a la escuela. Mientras me subía al coche, comencé a sentir emoción, pues ya había experimentado temblores en el pasado y ello normalmente animaba la conversación con los compañeros de clase. Entonces no sabía lo que había ocurrido. Emprendimos la marcha por la ruta de siempre; los árboles seguían de pie, los postes de luz se mantenían unidos unos con otros a través de los cables, y las casas no mostraban daños visibles. Llegamos a la Calzada Ermita Iztapalapa, la cruzamos, y continuamos para luego dar vuelta a la derecha por una calle que nos llevaría hasta la Calzada de La Viga. No había ninguna novedad.
Al estar sobre La Viga, comencé a ver gente corriendo; algunos eran adultos y muchos otros adolescentes como yo, con uniformes de suéter verde sobre un fondo blanco y vestimenta gris a cuadros de la cintura hacia abajo. Pude notar rostros desesperados, lágrimas, pesar, pero lo que más llamó mi atención fue una niña de tez morena clara, sola, de estatura baja y cabellos negros rizados que se movían delicadamente por el accionar del viento. Creo que era de primer año. Estaba de pie, con algo de polvo sobre sus ropas y completamente inmóvil, como si esperara que su condición de piedra le evitara pensar en aquello que había presenciado.
Conforme avanzábamos, se empezó a dibujar sobre la avenida una nube gris con tonalidades blancas que crecía en la calle y se desvanecía en el cielo, mientras de ella salía más gente llena de polvo y confusión. Al llegar al frente de la escuela, notamos que si bien parecía un campo de guerra nada había explotado; los dos edificios en los que se encontraban los salones de clase se habían derrumbado por completo. Nos detuvimos por un momento en frente del caos, en el que traté desesperadamente de encontrar con la vista a algún amigo, a algún compañero que hubiera estado ahí, pues yo necesitaba saber cómo había pasado, si alguien ya estaba adentro, si podíamos esperar un evento más trágico de lo que ya era. No vi a nadie que conociera, y de haberlo hecho no sé si hubiera podido hablar. Luego, mi padre dijo que debíamos regresar a la casa, porque quería volver a revisarla. Yo me quedé callado, imaginando todo. Seguimos por La Viga, y antes de cruzar nuevamente Ermita nos percatamos que un edificio de Teléfonos de México, de unos ocho pisos de altura y que estaba casi en la esquina, aparecía con grietas severas tanto en el muro lateral como en el frontal. Al proseguir, pasamos por una escuela primaria; su pared exterior aparecía totalmente cuarteada, aunque de pie, y con algunos padres de familia e infantes en la puerta de entrada. Llegamos a la casa y yo todavía no podía creer lo que mis ojos me decían. Fue entonces cuando comprendí la magnitud de lo que había ocurrido.
El resto del día fue gris oscuro; no hubo luz ni agua ni teléfono en la casa, y los sonidos que habían correspondido al terremoto se transformaron en sirenas de ambulancias y patrullas que el aire propagaba hasta nuestros oídos. Mi madre encontró unas baterías y las usamos para encender la radio y tratar de escuchar lo que había acontecido en otras partes de la ciudad. Así, supimos que se había colapsado una escuela para mujeres cerca de Tlalpan y Taxqueña con alumnas y maestros dentro; que el edificio de la estación que mis padres estaban oyendo justo antes del catastrófico evento cayó, y que estaban usando el entonces estadio de beisbol como patio fúnebre. Todo esto me pareció increíble, como sacado de uno de los libros de ciencia ficción que mi hermano acostumbraba leer y, por primera vez, supe que el mundo iba más allá de lo que yo tenía a mi alcance a los catorce años de edad.
Pasaron los días y varias réplicas del terremoto, y todos comenzamos a ajustarnos a esa nueva rutina, aquella dictada por la madre naturaleza y algunas faltas de apego a la normatividad de construcción. Una semana después, nos citaron a una junta escolar, en la que entre una cantidad considerable de escombros nos dijeron que nadie había muerto a consecuencia del derrumbe, y que el único lastimado había sido uno de los prefectos, quien se encontraba en el patio central al momento del terremoto y fue alcanzado por una piedra que le fracturó el codo. Nos explicaron que los edificios se habían colapsado por en medio y caído en direcciones opuestas, como si un cirujano hubiera separado a los siameses, sin anestesia, para hacerlos independientes. También nos informaron que las clases iniciarían en aproximadamente un mes, y que la secretaría de educación pública haría un reajuste al calendario para garantizar que no perdiéramos horas de clase. Por último, mencionaron que instalarían aulas provisionales en la cancha de fútbol, pues no había una fecha planeada para la reconstrucción de la escuela. Al escuchar esto, yo me imaginé teniendo clase en pequeñas cabañas de madera; sin embargo, mi visión se vio opacada por las estructuras de acero y las paredes de latón que fueron mi segundo hogar durante el último año de la secundaria: los gallineros de la Escuela Secundaria Diurna Número 79, “República de Chile”.

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