EN ESTE PUEBLO HÚMEDO (DESENLACE)
Milton, con su acostumbrada timidez, entró con ellos para descubrir un mundo del que sólo había oído hablar, ese donde había humo de cigarro, mucho alcohol en pequeñas mesas de metal, y gente que reía o lloraba mientras tenía puesta la máscara de la embriaguez. Se acercaron a la barra y sus nuevos compañeros pidieron tres cervezas; voltearon a ver al muchacho citadino y le ofrecieron la suya que, aunque no era la primera en su vida, sí representaba su iniciación alcohólica en público. Después de varios tragos, Milton comenzó a sentirse más relajado y bienvenido, dejando atrás el peso de esas miradas que le daban en la calle para dar paso a las palmadas en la espalda y los apretones de mano. Además, para su beneplácito todos ahí parecían ser demasiado amables con él; lo invitaban a jugar billar, o más bien, a intentarlo por primera ocasión; le ofrecían mezcal y botana, y nadie le cobraba un sólo centavo por ello. A él no le importaba pensar por qué, y se limitaba a asentir algo mareado, risueño y disipado que sí, que vería lo de los descuentos, lo de la mejor atención, y hasta la ampliación de horarios en esas tardes y noches en las que era más fácil tener un pretexto para desbandarse al negocio de su tía. A pesar de todo, no estaba tan borracho; veía ligeramente borroso y le costaba trabajo enfocar la vista, pero todavía podía ver en su mente a Micaela, abrazarla, acariciarla y rendirle su amor mientras seguía el escándalo de la cantina. Finalmente, cuando ya estaba tan oscuro como ese día anterior en el que había llegado, se abrió camino entre la gente para ir al baño del lugar, que era pequeño, con un mingitorio y una taza, y se encerró en él para descansar un momento y tratar de pensar en todo lo que estaba ocurriendo. Recargó entonces su brazo izquierdo contra una de las paredes mientras trataba de desabotonarse el pantalón con la mano derecha, para así liberar ese chorro de confusión que le había hecho darse cuenta que no sabía que estaba haciendo ahí. Tras sacudir de sí la última gota de alivio, trató de salir discretamente del baño para luego escabullirse del lugar, lo cual no fue tan difícil como había creído pues cada persona presente estaba ya en lo suyo, ya fuera tomando, ya fuera sonriendo, ya fuera llorando.
Al salir, el viento le
soltó una bofetada que le provocó un vómito tan inusitado como ineludible, y
que le causó ese dolor de principiante que sale desde el estómago para
impulsarse con fuerza hasta la garganta y terminar su cauce en el piso. Tras
reincorporarse y reponerse del susto, Milton emprendió su regreso a casa de la
tía Citlalmina tan rápido como pudo, esperando que su estado no lo traicionara
y lo hiciera seguir una ruta que no fuera la suya. Eso no sucedió, y unos
minutos después llegó a esa casa rosa con el portón negro, sólo que notó algo
diferente: el foco que se encontraba en la fachada ya no emitía una luz fría,
sino más bien cálida, o caliente, o roja. No reparó mucho en ello y se
precipitó hacia la puerta, empujando nuevamente la ventana para poder abrirla.
Entró, y no supo si lo que estaba viendo era real, o si formaba parte de esos
sueños sicalípticos que había estado teniendo desde hacía varios meses, en los
que se despertaba con ganas de descargar su néctar púber de manera casi
violenta. El pasillo era el mismo, y los insectos continuaban su volar alrededor
de la primera bombilla, aunque las otras que a su llegada habían estado
apagadas ahora estaban encendidas con tal intensidad que parecían emanar fuego,
un fuego que le hizo recordar una vez más las caderas, las piernas, los brazos
de Micaela, pero sobre todo esa sonrisa que se dibujaba entre sus labios, esos
labios que imaginó tener entre los suyos, enredado entre sus piernas, anidado alrededor
de sus brazos.
Esas imágenes oníricas
atrapaban su mente cuando repentinamente escuchó voces afuera, voces que
entraban en su sueño y en la casa de manera inesperada, haciéndole retomar una
pizca de realidad. Así, torpemente se deslizó por debajo de la mesa que estaba
a la entrada para evitar ser notado, y vio que dos de los hombres que había
visto en el billar hacían su incursión hacia el pasillo. Ante ello, escuchó una
voz femenina, que supuso era la de su tía; ella se detuvo ante los hombres,
quienes respetuosamente se quitaron los sombreros, y les preguntó qué iban a
querer. Su estado, aunado a la posición de tortuga a medio morir que asumía debajo
de la mesa, no le permitieron entender con claridad lo que estaban diciendo,
pero notó que tras pagar algún dinero se fueron hacia las habitaciones que
estaban a lo largo del pasillo. Cuando las voces callaron y una puerta abrió para
cerrarse con ansia inmediatamente después, Milton pensó en salir de su
madriguera para irse a su habitación. Comenzó entonces a deslizarse lentamente
hacia atrás con los antebrazos y las rodillas procurando no hacer ruido, al
momento que su codo se encontraba con la pata de una silla.
-¡Auch! –dijo con un tono
quejumbroso, mientras terminaba de salir, y trataba de incorporarse a su forma
bípeda con un ligero mareo que le obligó a sostenerse del respaldo de una
silla, para luego sentarse en ella. Sólo quería descansar un poco, pero Hipnos
y Mayahuel le abrazaron con tal fuerza que no le quedó más remedio que recargar
la cabeza sobre sus brazos cruzados, que ya reposaban por encima de la mesa. Entre
sueños levantó la cabeza, vio a Micaela bailando, se imaginaba que estaba con
ella. Sonreían, mientras lo tomaba por debajo de los hombros para llevarlo casi
a rastras a lo largo del pasillo. Pasaban por una puerta, tal vez dos, quizás
tres, entraban a la habitación. Frotaban sus rostros con vehemencia; su piel
era tersa pero firme, gruesa, lo estrujaba, le quitaba la ropa, lo tumbaba en
la cama, le metía la lengua en el oído, sentía su peso sobre la espalda, su
olor lo penetraba, el dolor se transformaba en placer, se quedaban dormidos.
A la mañana siguiente,
Milton despertó con un intenso dolor de cabeza y una nueva sensación en el
cuerpo; confundido, se levantó de la cama y, antes de salir, echó una última
mirada a Donaciano, quien yacía desnudo con las sábanas envueltas entre sus
piernas. Al otro lado de la puerta, su tía lo esperaba con el teléfono en la
mano. Era su madre llamando desde la cárcel.
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