La Separación de los Siameses (crónica)

Así transcurría esta lección sobre el pasado de la humanidad, que en la
exposición de la profesora bordeaba los límites entre 1940 y 1950, y que en la
realidad había tenido un impacto reciente para mí, para los que estábamos en
esa aula, y para la escuela entera. Corría el año de 1986, y ya había comenzado
el verano; faltaban sólo algunos días para las vacaciones y yo las esperaba más
que antes, más que nunca, especialmente por esa elevada e insoportable
temperatura que agobiaba mi espacio escolar hacia las horas del mediodía. La
razón no era ni la edad, ni el clima en sí mismo; tampoco la crisis económica
ni el mundial de fútbol, sino la manera implacable con la que los rayos de sol
se conducían entre las láminas de metal del salón, como si estuviéramos dentro
de un gran horno destinado a cocinar nuestros todavía tiernos cerebros. A estas
aulas prefabricadas les llamábamos “los gallineros”, pues en nuestras mentes
evocaban más a un corral de aves domésticas que a un salón de clase no sólo por
su forma, sino porque estaban montadas sobre la cancha de fútbol que era de
terracería. Yo iba en una escuela pública, aunque esa no era la razón de las condiciones
ergonómicas que en ese entonces padecíamos; se trataba de algo más grande, de
un evento que había sacudido a la ciudad hacía menos de nueve meses.
En aquellos días comenzaba a cursar el tercer año de secundaria en la
escuela “República de Chile”, que todavía se erige cerca del cruce entre
Calzada de la Viga y Ermita, en la delegación Iztapalapa del Distrito Federal.
En mis días de estudiante, contaba con tres conjuntos arquitectónicos: El
primero, al entrar por la puerta principal y virar a mano derecha, era un
edificio con una sola planta que albergaba la oficina de los administrativos y
la dirección; el segundo, que desde el mismo punto de inicio se encontraba
virando a mano izquierda, tenía tres niveles y contenía todos los salones de
clase; el tercero, que estaba de frente al edificio de la dirección, alojaba
los talleres. En medio de las tres construcciones se encontraban el patio
central y las canchas de basquetbol, para rematar al fondo con la cancha de
fútbol y los baños, lugares comunes y a la vez prohibidos para aquellos que
buscaban intimidad o pretendían realizar actos de rebeldía.
El inmueble que correspondía al de los salones no era uno solo, sino dos de
la misma forma que habían construido uno contiguo al otro, como si fueran
siameses unidos por la parte media del cuerpo. En el segundo piso estaban las
aulas de primer año, en el primero las de segundo, y en la planta baja las de
tercero. Los alumnos de segundo eran los peores según la mayoría de los
maestros, y especialmente de los prefectos, pues decían que ya habían superado
el proceso de adaptación y que no les importaba el examen de admisión a la
preparatoria, asunto que a los que íbamos en tercero –y que teníamos la
posibilidad de seguir estudiando- comenzaba a preocuparnos.
Yo vivía a unas diez cuadras de ahí, y mi padre tenía el hábito de
conducirme en su auto hasta el acceso principal antes de irse a su trabajo. La
hora de entrada era a las 7:30 de la mañana, razón por la que solíamos salir
diez minutos antes; pero en la mañana del 19 de septiembre de 1985 los eventos
transcurrieron de forma dramáticamente distinta. A las 6:45 AM, mi madre me dio
el tercero de tres avisos en el que me advertía sobre la posibilidad de llegar
tarde a la escuela. Entre sueños, finalmente conseguí despegarme de la cama y
avanzar hacia el baño que sólo yo usaba a esa hora, pues tenía la fortuna de
ser el hermano menor de otros dos que se regían por un tiempo cronos distinto. Dejé salir la primera
orina del día, tomé un baño, y me dirigí de nuevo a mi recámara para vestirme
alrededor de las 7:05. La rutina seguía su curso. Tras peinarme, bajé a
desayunar tranquilamente. Tomé un jugo de naranja, una rebanada de pan con
jamón y un huevo tibio, mientras mis padres escuchaban las noticias matutinas
en la radio. Terminé con el desayuno y me dirigí al baño para lavarme los
dientes, con lo cual concluí cerca de las 7:20, listo para tomar mi mochila y
subirme al auto de mi padre. Hasta aquí terminó lo que pude haber predicho con
certeza la noche anterior.
Tomé mi mochila y al agacharme sentí un mareo; volteé a ver a mis padres y
ellos se vieron con una ligera mirada de temor. Percibimos el movimiento del
piso. El comentarista en la radio anunciaba que estaba temblando. El suelo
comenzó a moverse más fuerte, más rápido; despertaron a mis hermanos y los
cinco nos colocamos debajo de vigas sostenidas por muros de carga. De pronto,
el comentarista fue silenciado por la suspensión de energía eléctrica y, a
cambio, la naturaleza provocó una diversidad de sonidos que arrancaron los dios mío y las voces de angustia de la
garganta de mis padres: crujidos en las paredes, macetas cayendo, lámparas
oscilando, agua desbordándose de una pecera, alarmas de autos y aullidos de
perros. El movimiento se hizo más intenso hasta que ya no hubo nada que decir,
sólo se podía esperar. Esperar lo que fuera. Nos abrazamos hasta que poco a
poco se fue deteniendo el movimiento. Regresó un silencio casi absoluto, una
aparente calma.
Antes que cualquier otra cosa mi padre (como buen ingeniero) tuvo a bien
revisar los rincones de la casa en busca de daños. Para nuestra fortuna, sólo
había un par de cristales rotos y una grieta en el recubrimiento de una pared.
-Nada grave- dijo con cierto alivio. Ya eran casi las 7:30 de la mañana, y nos
pusimos en camino para llevarme a la escuela. Mientras me subía al coche,
comencé a sentir emoción, pues ya había experimentado temblores en el pasado y
ello normalmente animaba la conversación con los compañeros de clase. Entonces
no sabía lo que había ocurrido. Emprendimos la marcha por la ruta de siempre;
los árboles seguían de pie, los postes de luz se mantenían unidos unos con
otros a través de los cables, y las casas no mostraban daños visibles. Llegamos
a la Calzada Ermita Iztapalapa, la cruzamos, y continuamos para luego dar
vuelta a la derecha por una calle que nos llevaría hasta la Calzada de La Viga.
No había ninguna novedad.
Al estar sobre La Viga, comencé a ver gente corriendo; algunos eran adultos
y muchos otros adolescentes como yo, con uniformes de suéter verde sobre un
fondo blanco y vestimenta gris a cuadros de la cintura hacia abajo. Pude notar
rostros desesperados, lágrimas, pesar, pero lo que más llamó mi atención fue
una niña de tez morena clara, sola, de estatura baja y cabellos negros rizados
que se movían delicadamente por el accionar del viento. Creo que era de primer
año. Estaba de pie, con algo de polvo sobre sus ropas y completamente inmóvil,
como si esperara que su condición de piedra le evitara pensar en aquello que
había presenciado.
Conforme avanzábamos, se empezó a dibujar sobre la avenida una nube gris
con tonalidades blancas que crecía en la calle y se desvanecía en el cielo,
mientras de ella salía más gente llena de polvo y confusión. Al llegar al
frente de la escuela, notamos que si bien parecía un campo de guerra nada había
explotado; los dos edificios en los que se encontraban los salones de clase se
habían derrumbado por completo. Nos detuvimos por un momento en frente del
caos, en el que traté desesperadamente de encontrar con la vista a algún amigo,
a algún compañero que hubiera estado ahí, pues yo necesitaba saber cómo había
pasado, si alguien ya estaba adentro, si podíamos esperar un evento más trágico
de lo que ya era. No vi a nadie que conociera, y de haberlo hecho no sé si hubiera
podido hablar. Luego, mi padre dijo que debíamos regresar a la casa, porque
quería volver a revisarla. Yo me quedé callado, imaginando todo. Seguimos por
La Viga, y antes de cruzar nuevamente Ermita nos percatamos que un edificio de
Teléfonos de México, de unos ocho pisos de altura y que estaba casi en la
esquina, aparecía con grietas severas tanto en el muro lateral como en el
frontal. Al proseguir, pasamos por una escuela primaria; su pared exterior
aparecía totalmente cuarteada, aunque de pie, y con algunos padres de familia e
infantes en la puerta de entrada. Llegamos a la casa y yo todavía no podía
creer lo que mis ojos me decían. Fue entonces cuando comprendí la magnitud de
lo que había ocurrido.
El resto del día fue gris oscuro; no hubo luz ni agua ni teléfono en la
casa, y los sonidos que habían correspondido al terremoto se transformaron en
sirenas de ambulancias y patrullas que el aire propagaba hasta nuestros oídos.
Mi madre encontró unas baterías y las usamos para encender la radio y tratar de
escuchar lo que había acontecido en otras partes de la ciudad. Así, supimos que
se había colapsado una escuela para mujeres cerca de Tlalpan y Taxqueña con
alumnas y maestros dentro; que el edificio de la estación que mis padres
estaban oyendo justo antes del catastrófico evento cayó, y que estaban usando
el entonces estadio de beisbol como patio fúnebre. Todo esto me pareció
increíble, como sacado de uno de los libros de ciencia ficción que mi hermano
acostumbraba leer y, por primera vez, supe que el mundo iba más allá de lo que
yo tenía a mi alcance a los catorce años de edad.
Pasaron los días y varias réplicas del terremoto, y todos comenzamos a
ajustarnos a esa nueva rutina, aquella dictada por la madre naturaleza y algunas faltas de apego a la normatividad de
construcción. Una semana después, nos citaron a una junta escolar, en la que
entre una cantidad considerable de escombros nos dijeron que nadie había muerto
a consecuencia del derrumbe, y que el único lastimado había sido uno de los
prefectos, quien se encontraba en el patio central al momento del terremoto y
fue alcanzado por una piedra que le fracturó el codo. Nos explicaron que los
edificios se habían colapsado por en medio y caído en direcciones opuestas,
como si un cirujano hubiera separado a los siameses, sin anestesia, para
hacerlos independientes. También nos informaron que las clases iniciarían en
aproximadamente un mes, y que la secretaría de educación pública haría un
reajuste al calendario para garantizar que no perdiéramos horas de clase. Por
último, mencionaron que instalarían aulas provisionales en la cancha de fútbol,
pues no había una fecha planeada para la reconstrucción de la escuela. Al
escuchar esto, yo me imaginé teniendo clase en pequeñas cabañas de madera; sin
embargo, mi visión se vio opacada por las estructuras de acero y las paredes de
latón que fueron mi segundo hogar
durante el último año de la secundaria: los gallineros de la Escuela Secundaria
Diurna Número 79, “República de Chile”.
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