La Laguna, Joseph Conrad (traducción del inglés al español por Alérgeno)
El hombre blanco, apoyándose con ambos brazos
sobre el techo de la pequeña cabina en la popa del bote, dijo al timonero: ‘Pasaremos la noche en el lugar
de Arsat. Ya es tarde.’
El malayo sólo refunfuñó, y se
dispuso a mirar fijamente hacia el río. El hombre blanco descansó la barbilla
sobre sus brazos cruzados y contempló la estela del bote. Al final de la
avenida recta de selva, interrumpida por el brillo intenso del río, el sol
aparecía nítido y deslumbrante, posado tranquilamente sobre el agua que resplandecía
de manera apacible como si la superficie fuera de metal. La selva, sombría y aburrida,
permanecía inerte y silenciosa a cada lado de la ancha corriente. Al pie de los
grandes e imponentes árboles, se levantaban palmeras nypa sin tronco desde el cieno de las orillas, en montones de hojas
enormes y pesadas, que colgaban con fastidio sobre el remolino café que se
formaba por las contracorrientes. En la quietud del aire cada árbol, cada hoja,
cada rama, cada vuelta de enredadera y cada pétalo de florecimientos fugaces
parecían haber sido embrujados en una inmovilidad concluyente y perfecta. Nada
se movía en el río excepto por los ocho remos que se levantaban regular e
intermitentemente, hundiéndose juntos en un solo toque; mientras, el timonero desplazaba
su navaja de derecha a izquierda mediante movimientos periódicos y súbitos,
describiendo un semicírculo destellante sobre su cabeza. El agua agitada provocaba espuma en los
costados con un murmullo confuso. Y la canoa del hombre blanco, avanzando río
arriba entre el disturbio efímero de su propia hechura, parecía entrar a los
portales de una tierra en la que la misma memoria del movimiento había partido
para siempre.
El hombre blanco, volteando
hacia la puesta del sol, miró a lo largo de la extensión ancha y vacía de la
desembocadura del mar. Durante las últimas tres millas de su curso, el río
errante y dudoso, como si fuera irremediablemente atraído por la libertad del
horizonte abierto, fluye directo hacia el mar, directo hacia el este –hacia el
este que alberga tanto a la luz como a la oscuridad. El repetido llamado de
algún ave en la popa del bote, un llanto discordante y débil, pasó a lo largo
de la superficie mansa del agua y se perdió a sí mismo antes de que pudiera
llegar al otro lado, en el silencio sofocado del mundo.
El timonero sumergió su remo
en la corriente, sosteniéndolo firmemente con los brazos rígidos, y abalanzado
su cuerpo hacia adelante. El agua borboteó fuertemente, y de pronto el caudal
largo y alineado pareció girar sobre su propio centro; la selva osciló en un
semicírculo, y los deslizantes rayos de sol del crepúsculo tocaron el lado más
ancho de la canoa con un brillo feroz, proyectando las sombras esbeltas y
distorsionadas de su tripulación sobre el resplandor convulsionado del río. El
hombre blanco volteó para mirar hacia adelante. El curso del bote había sido desviado
noventa grados de la corriente, y la cabeza de dragón tallada sobre su proa
apuntaba ahora hacia un espacio entre los arbustos de la orilla. Se deslizaba sola,
rozando las ramas suspendidas, y desaparecía del río como si fuera una criatura
anfibia y pequeña que abandona el agua para llegar a su madriguera en la selva.
El angosto afluente era como
una zanja: tortuoso, fabulosamente profundo; lleno de penumbra bajo la delgada
capa de azul brillante y puro del cielo. Se elevaban árboles inmensos, invisibles
tras el arrope festivo de las enredaderas. Aquí y allá, cerca de la negrura
brillante del agua, se alcanzaba a ver la raíz retorcida de algún gran árbol
entre caminos de pequeños helechos, negra y repugnante, inextricable e inmóvil,
como una serpiente paralizada. Las palabras breves de los remadores se
reverberaban intensamente entre las paredes gruesas y sombrías de la
vegetación. La oscuridad supuraba de entre los árboles, a través del enredado
laberinto de las trepadoras, desde atrás de las fantásticas y nada estimulantes
hojas; la oscuridad, misteriosa e invencible; la oscuridad perfumada y venenosa
de la selva impenetrable.
Los hombres entraron en aguas
menos profundas. El afluente se ensanchó, abriéndose en la amplia extensión de
una laguna estancada. La selva se desvaneció del paisaje pantanoso, dejando una
cama tupida de pasto verde brillante para enmarcar el reflejo azulado del
cielo. Una nube rosa aborregada vagaba en lo alto, rastreando la delicada
pigmentación de su imagen bajo las hojas flotantes y las flores plateadas de
loto. Una pequeña casa, posada sobre un montículo alto, aparecía negra a la
distancia. Cerca de ella, dos grandes palmeras nibong, que parecían haber provenido de la selva que se distinguía
detrás, se inclinaban ligeramente sobre el precario techo, sugiriendo una
triste ternura y cuidado en el suave caer de sus frondosas y elevadas cabezas.
El timonero, apuntando con su
remo, dijo, ‘Arsat está ahí. Veo su canoa atada entre los postes.’
Los remadores descendieron apresuradamente
por ambos lados del bote al final del viaje del día mirando de reojo para
cuidarse las espaldas. Ellos hubieran preferido pasar la noche en algún otro
lugar que no fuera esta laguna de aspecto raro y reputación fantasmal. Más aún,
Arsat no era de su agrado, primero por ser un extraño, y también porque aquel
que repara una casa arruinada, y habita en ella, proclama que no teme vivir
entre los espíritus que hechizan los lugares abandonados por el hombre. Este
tipo de persona puede perturbar el curso del destino con miradas o palabras;
mientras que los fantasmas con los que se relaciona no son fáciles de apaciguar
por viajeros casuales sobre los que desean infligir la malicia de su amo
humano. A los hombres blancos no les interesan tales cosas, al ser incrédulos y
estar asociados con el Padre de la Maldad, quien los guía sanos y salvos a
través de los peligros invisibles de este mundo. Ellos contraponen una
pretensión ofensiva de escepticismo ante las advertencias de los justos. ¿Qué
es lo que queda por hacer?
Mientras pensaban en eso,
reclinaban su peso hacia el extremo final de sus largas pértigas. La gran canoa
se deslizaba rápida, silenciosa y gradualmente hacia el lugar de Arsat, hasta
que, en un traqueteo provocado por las pértigas cayendo de las manos, y los
murmullos bulliciosos de ‘¡Alabado sea Alá!’, llegó dando un suave golpeteo
contra los postes torcidos debajo de la casa.
Con los rostros levantados los
hombres de la embarcación gritaron de manera disonante ‘¡Arsat! ¡O Arsat!’
Nadie vino. El hombre blanco comenzó a subir por la rudimentaria escalera que
daba acceso a la plataforma de bambú enfrente de la casa. El juragan del bote dijo enfurruñado,
‘Nosotros cocinaremos en el sampán, y dormiremos sobre el agua’.
‘Pásame mis cobijas y la cesta’,
dijo el hombre blanco cortésmente.
Se arrodilló en la orilla de
la plataforma para recibirlas. Luego el bote se apartó, y el hombre blanco, de
pie, se encontró de frente con Arsat, quien había salido a través de la puerta
de su choza. Era un hombre joven, poderoso, con un pecho robusto y brazos
musculosos. No tenía nada puesto además de su sarong. Su cabeza estaba descubierta. Sus ojos grandes y suaves se
dirigieron ansiosamente hacia el hombre blanco, pero su voz y su comportamiento
eran calmados como él lo pidió, sin ninguna palabra de saludo.
‘¿Tienes medicina, Tuan?’
‘No’, dijo el visitante en un
tono de alarma. ‘No. ¿Por qué? ¿Hay enfermedad en esta casa?’
‘Entra y ve por ti mismo’,
respondió Arsat, con la misma conducta tranquila, y dándose una pequeña vuelta,
pasó otra vez por la pequeña puerta. El hombre blanco, soltando sus
pertenencias, lo siguió.
En la luz tenue de su morada
construyó un colchón de bambús en el que yacía una mujer recostada bajo una
gran sábana de algodón rojo. Ella permanecía inerte, como si estuviera muerta; pero
sus ojos grandes, bien abiertos, brillaban en la penumbra, dirigiéndose arriba
hacia las vigas delgadas, inmóviles y mirando sin ver. Tenía mucha fiebre, y
estaba evidentemente inconsciente. Sus mejillas lucían ligeramente hundidas,
sus labios parcialmente abiertos, y su rostro joven tenía la expresión fija y
ominosa –absorta y contemplativa, de aquellos inconscientes que van a morir.
Los dos hombres se quedaron de pie observando su silencio.
‘¿Ha estado mucho tiempo
enferma?’ preguntó el viajero.
‘No he dormido en cinco
noches’, contestó el malayo, en un tono reflexivo. ‘Al principio ella escuchaba
voces llamándola desde el agua y luchaba contra mí por no dejarla ir. Pero
desde que el sol de hoy salió ella no escucha nada –no me escucha a mí. No ve
nada. No me ve a mí - ¡a mí!’
Él permaneció callado por un
instante, y luego preguntó apaciblemente:
‘Tuan, ¿ella va a morir?’
‘Me temo que sí’, dijo el
hombre blanco con una mirada triste. Había conocido a Arsat años atrás, en un
país lejano en tiempos inciertos y peligrosos, cuando ninguna amistad puede ser
desdeñada. Y desde entonces su amigo malayo había aparecido de manera
inesperada para habitar en la choza de la laguna con una mujer extraña, él
había dormido muchas veces ahí, en sus viajes arriba y abajo del río. A él le
agradaban los hombres que sabían cómo mantener la fe común y cómo pelear sin
miedo al lado de su amigo blanco. A él le agradaba, tal vez no tanto como a un
hombre le agrada su perro favorito, pero aun así le agradaba lo suficiente
como para ayudarlo sin hacer preguntas, para pensar algunas veces confusa y
vagamente en medio de sus propias misiones, en el hombre solo y la mujer de
cabello largo con rostro audaz y ojos triunfantes, que vivían juntos y
escondidos en la selva –solos y temidos.
El hombre blanco salió de la choza
a tiempo para ver la enorme conflagración del ocaso apagada por las sombras
rápidas y furtivas que, elevándose como un vapor negro e impalpable por encima
de los árboles, se extendió sobre el cielo, extinguiendo el resplandor carmesí
de las nubes flotantes y el rojo brillante de la luz del día saliente. En
breves instantes todas las estrellas salieron sobre la intensa negrura de la
tierra, y repentinamente la gran laguna resplandeciente llena de luces
reflejadas se asemejó a una mancha ovalada de cielo nocturno arrojada a la
noche abismal y sin esperanza de la zona salvaje. El hombre blanco tenía un
poco de sopa que sacó de la cesta, luego recogiendo algunos palos que estaban
tirados sobre la plataforma, hizo una pequeña fogata, no para calentarse, sino
para hacer humo, lo que mantendría alejados a los mosquitos. Se arropó con sus
cobijas y se sentó con su espalda hacia la pared de juncos de la casa, fumando
pensativamente.
Arsat apareció por la puerta
con pasos sigilosos y se sentó junto al fuego clandestinamente. El hombre
blanco movió sus piernas estiradas un poco.
‘Ella respira’, dijo Arsat en
voz baja, anticipando la pregunta esperada. ‘Ella respira y arde como si
estuviera en un gran fuego. No habla; no escucha -¡y arde!’
Hizo una breve pausa, y luego
preguntó con un tono sereno y nada curioso
‘Tuan… ¿Ella morirá?’
El hombre blanco movió sus
hombros inquietantemente, y musitó en forma dudosa
‘Si tal es su destino’.
‘No, Tuan’, dijo Arsat tranquilamente. ‘Si tal es mi destino, yo
escucho, yo veo, yo espero. Yo recuerdo… Tuan,
¿recuerdas los viejos tiempos? ¿Recuerdas a mi hermano?’
‘Sí’, dijo el hombre blanco.
El malayo se levantó súbitamente y fue hacia adentro. El otro, todavía sentado
afuera, podía oír la voz en la choza. Arsat decía: ‘¡Escúchame! ¡Habla!’ Sus
palabras fueron seguidas por un silencio absoluto. ‘¡O Diamelen!’ gritó
inesperadamente. Después de ese grito hubo un suspiro profundo. Arsat salió y
se hundió en el lugar donde se había sentado antes.
Ellos se sentaron en silencio
frente al fuego. No había ningún sonido dentro de la casa, no había ningún
sonido cerca de ellos; pero a lo lejos en la laguna podían oír las voces de la
tripulación sonando de manera intermitente y perceptible sobre el agua calmada.
El fuego en la proa del sampán brillaba débilmente a la distancia con un
resplandor rojo y nebuloso. Luego se apagó. Las voces cesaron. La tierra y el
agua dormían invisiblemente, aburridos y mudos. Era como si no hubiera habido
nada más en el mundo que el torrente de estrellas brillantes, incesante y
banal, a través de la quietud negra de la noche.
El hombre blanco miró
fijamente hacia la oscuridad frente a él con los ojos bien abiertos. El temor y
la fascinación, la inspiración y el asombro de la muerte –de la muerte
cercana, inevitable, e inadvertida, mitigó la intranquilidad de su raza y
removió el más imperceptible, el más íntimo de sus pensamientos. La sospecha de
maldad siempre presente, la sospecha constante que merodea nuestros corazones, se
vertió dentro de la quietud a su alrededor –dentro de la quietud adormilada y
profunda, y le dio una apariencia desconfiable e infame como la máscara plácida
e impenetrable de la violencia injustificada. Durante esa interrupción fugaz y
poderosa de su ser la tierra envuelta en la paz de la luminosidad de las
estrellas se volvió un país sombrío de lucha inhumana, un campo de batalla de
fantasmas terrible y encantador, augusto o innoble, combatiendo vehementemente
por la posesión de nuestros desamparados corazones. Un país estridente y
misterioso de deseos y temores inextinguibles.
Un rumor lastimero se elevó en
la noche; un murmullo entristecedor y alarmante, como si las enormes soledades
de los bosques aledaños hubieran tratado de susurrar en su oído la sabiduría de
su inmensa y enaltecida indiferencia. Sonidos dudosos y vagos flotaban en el
aire a su alrededor, dándose a sí mismos la forma de palabras lentamente; y por
fin fluyeron plácidamente en una corriente murmurante de oraciones suaves y
monótonas. Él se movió como un hombre despertando y apenas y cambió su
posición. Arsat, inmóvil y sombrío, sentado con la cabeza inclinada bajo las
estrellas, estaba hablando en un tono reservado y soñador:
‘¿…dónde podemos depositar la
pesadez de nuestros problemas si no es en el corazón de un amigo? Un hombre
debe hablar de amor y guerra. Tú, Tuan,
sabes lo que es la guerra, ¡y tú me has visto buscar la muerte en tiempos de
peligro mientras otros hombres buscan la vida! Puede que un escrito se pierda;
que una mentira se escriba; ¡pero lo que ha visto el ojo es verdad y se queda
en la mente!’
‘Lo recuerdo’, dijo el hombre
blanco en voz baja. Arsat prosiguió con un aire desconsolado:
‘Por ello debo hablar contigo
de amor. Hablar en la noche. Hablar antes de que tanto el amor como la noche se
hayan ido –y el ojo del día mire mi pesar y mi vergüenza; mi rostro
ennegrecido, mi corazón abrasado’.
Un suspiro, transitorio y
débil, marcó una casi imperceptible pausa, y luego sus palabras fluyeron, sin
movimientos, sin gestos.
‘Antes de que el tiempo de conflicto
y guerra acabara y tú te fueras de mi país persiguiendo tus ambiciones, que
nosotros, los hombres de las islas, no podemos entender, mi hermano y yo
llegamos a ser otra vez, como lo habíamos sido antes, los guardianes del
Gobernante. Tú sabes que éramos hombres de familia, pertenecientes a una casta
dominante, y más preparados que cualquiera para portar el emblema de poder en
nuestro hombro derecho. Y en tiempos de prosperidad Si Dendring nos hacía favores, como nosotros, en tiempos de
tristeza, le habíamos mostrado la lealtad de nuestra valentía. Era un tiempo de
paz. Un tiempo de cacería de venados y peleas de gallos; de conversaciones
ociosas y riñas inútiles entre hombres con panzas llenas y armas oxidadas. Pero
el campesino vio crecer los jóvenes brotes de arroz sin temor, y los
comerciantes empezaron a ir y venir, saliendo flacos y regresando gordos en el
río de la paz. También trajeron noticias. Trajeron verdad y mentira mezcladas,
para que ningún hombre supiera cuando regocijarse y cuando lamentarse. También
escuchamos de ellos sobre ti. Te habían visto aquí y te habían visto allá. Y yo
me sentía contento de oírlo, porque recordaba los tiempos emocionantes, y yo
siempre te recordé, Tuan, hasta que
vino el tiempo en el que mis ojos no pudieron ver nada del pasado, porque
habían visto a quien ahora está muriendo ahí – en la casa’.
Él
se detuvo para exclamar en un murmullo intenso, ‘¡O María bahia! ¡O Calamidad!’ para luego seguir hablando en un tono un poco
más alto.
‘No
hay peor enemigo ni mejor amigo que un hermano, Tuan, puesto que un hermano conoce al otro, y en el conocimiento
perfecto está la fuerza para el bien o el mal. Yo amaba a mi hermano. Fui con
él y le dije que no quería ver nada más que un rostro, escuchar nada más que
una voz. Él me dijo: “Abre tu corazón para que ella pueda ver lo que hay en él
– y espera. La paciencia es sabiduría. ¡Inchi Midah podría morir o nuestro
Gobernante podría deshacerse de su temor a una mujer!”…¡Esperé! …Tú recuerdas a
la dama que tenía un velo en el rostro, Tuan,
y el miedo de nuestro Gobernante ante su astucia y temperamento. Y si ella
quería a su sirviente, ¿qué podía yo hacer? Pero alimenté el hambre de mi
corazón con miradas breves y palabras sigilosas. Yo deambulaba por el rumbo de
las termas durante el día, y cuando el sol había caído detrás de la selva me
arrastraba por el seto de los jazmines del patio de las mujeres. Sin ser
vistos, hablábamos el uno al otro entre la esencia de las flores, a través de
los velos de hojas, a través de las hojas del pasto crecido que permanecía
quieto ante nuestros labios; tan grande era nuestra prudencia, tan débil era el
murmuro de nuestro gran deseo. El tiempo pasaba rápidamente… y había rumores
entre las mujeres – y nuestros enemigos observaban – mi hermano estaba triste,
y yo empecé a pensar en matar y en una muerte rapaz… Somos de la gente que toma
lo que quiere – como ustedes los blancos. Hay un tiempo en el que un hombre
debe olvidar la lealtad y el respeto. El poderío y la lealtad son dados a los
gobernantes, pero a toda la gente le son dados el amor, la fuerza y el coraje. Mi
hermano decía, “Debes arrebatarla de su entorno. Nosotros somos dos que son
como uno”. Y yo le respondí, “Que sea pronto, pues no encuentro calor en los
rayos de sol que no brillan sobre ella”. Llegó nuestro momento cuando el
Gobernador y todos los altos mandos fueron a la boca del río para pescar con
antorchas. Había cientos de botes, y en la arena blanca, entre las aguas y la
selva, se construyeron refugios de hojas para alojar a los Rajás. El humo del
fuego para cocinar era como una bruma azul en el atardecer, y a través de ella
corrían muchas voces alegremente. Mientras estaban alistando los botes para ir
a buscar a los peces, mi hermano llegó conmigo y me dijo, “¡Esta noche!” Miré
mis armas, y cuando llegó el momento nuestra canoa tomó su lugar en el círculo
de botes que llevaban las antorchas. Las luces brillaban en el agua, pero
detrás de los botes había oscuridad. Cuando comenzaron los gritos y el
entusiasmo los volvió locos nosotros nos separamos. El agua se tragó nuestro
fuego, y flotamos de nuevo hacia la orilla que estaba oscura excepto por
algunos destellos de brasas aquí y allá. Podíamos escuchar las conversaciones
de las mujeres esclavas entre los resguardos. Entonces encontramos un lugar
desértico y silencioso. Esperamos ahí. Ella llegó. Llegó corriendo a lo largo
de la orilla, rápidamente y sin dejar rastro, como una hoja acarreada por el
viento hacia el océano. Mi hermano dijo en un tono melancólico, “Ve y tómala;
llévala a nuestro bote”. La levanté entre mis brazos. Ella jadeó. Su corazón
estaba latiendo contra mi pecho. Yo dije, “Te arrebato de ellos. Tú llegaste al
llanto de mi corazón, ¡pero mis brazos te llevan a mi bote en contra de la
voluntad del grande!” “Está bien”, dijo mi hermano. “Nosotros somos hombres que
tomamos lo que queremos y podemos conservarlo contra muchos. Debimos haberla
tomado a la luz del día”. Yo dije, “Partamos ya”; puesto que desde que ella
estaba en mi bote empecé a pensar en los muchos hombres del gobernador. “Sí.
Partamos ya”, dijo mi hermano. “Hemos sido desterrados y este bote ahora es
nuestro país – y el mar es nuestro refugio”. Él permaneció con su pie en la
orilla, y yo le supliqué que se apresurara, ya que recordé los latidos de su
corazón contra mi pecho y pensé que dos hombres no pueden resistir a cien. Nos
fuimos, remando río abajo cerca del cieno; y cuando pasamos por el estuario en
el que ellos estaban pescando, el griterío había cesado, pero el murmullo de
las voces era estridente como el zumbido de los insectos volando a medio día. Los
botes flotaban, agrupados, bajo la luz roja de las antorchas, bajo el techo
negro de humo; y los hombres hablaban de su deporte. Hombres que alardeaban,
elogiaban y se burlaban – hombres que habrían sido nuestros amigos por la
mañana, pero que ya eran nuestros enemigos esa noche.
Remamos
rápidamente por el lugar. No teníamos más amigos en nuestro país natal. Ella se
sentó en medio de la canoa con el rostro cubierto; silenciosa como ahora; sin ser
vista como ahora –y yo no tenía remordimiento por lo que estaba dejando porque
podía escucharla respirar cerca de mí –como la puedo escuchar ahora’.
Hizo
una pausa, oyó dirigiendo su oído hacia la puerta, agitó su cabeza y prosiguió.
‘Mi
hermano quería dar el grito de desafío –sólo un grito para dejar saber a la
gente que éramos ladrones nacidos libres que confiaban en sus armas y en el
gran océano. Y una vez más le rogué en nombre de nuestro amor quedarse callado.
¿Podía no escucharla respirando cerca de mí? Sabía que nuestra misión se
cumpliría pronto. Mi hermano me amaba. Hundió su remo sin sacar agua. Él solo
dijo, “Ahora hay sólo la mitad de un hombre en ti – la otra mitad está en esa
mujer. Yo puedo esperar. Cuando seas un hombre completo nuevamente, regresarás
aquí conmigo para gritar el desafío. Somos hijos de la misma madre”. No le di
ninguna respuesta. Toda mi fuerza y todo mi espíritu estaban en mis manos que
sostenían el remo –pues anhelaba estar con ella en un lugar seguro más allá de
la rabia del hombre y el resentimiento de la mujer. Mi amor era tan grande, que
pensé que si tan sólo pudiera escapar de la furia de Inchi Midah y de la espada
de nuestro Gobernador, podría guiarme a un país donde la muerte fuera
desconocida. Remamos con prisa, respirando a través de nuestros dientes. Las
paletas se hundieron en lo profundo del agua. Salimos del río; circulamos por
canales despejados entre las aguas poco profundas. Rodeamos la costa negra;
rodeamos las playas arenosas donde el mar habla en susurros con la tierra; y el brillo de la arena blanca se proyectó
sobre nuestro bote, que corrió suavemente sobre el agua. No hablamos. Sólo dije
una vez, “Duerme, Diamelen, porque pronto querrás usar toda tu fuerza”. Escuché
la dulzura de su voz, pero nunca la volteé a ver. El sol apareció y aun así
seguimos. Cayó agua de mi cara como lluvia de una nube. Continuamos entre la
luz y el calor. Nunca miré atrás, pero sabía que los ojos de mi hermano, detrás
de mí, estaban mirando incesantemente hacia adelante, ya que el bote seguía en
línea recta como el dardo de un cazador, cuando sale de la punta del sumpitan. No había mejor remador, ni
mejor timonero que mi hermano. Muchas veces, juntos, habíamos ganado carreras
en esa canoa. Pero nunca habíamos desplegado nuestra fuerza como lo hicimos
entonces – entonces, ¡cuando remamos juntos por última vez! No había hombre en
ese país más fuerte o más valiente que mi hermano. No podía usar mi fuerza para
voltear y verlo, pero a cada momento escuchaba el siseo de su aliento haciéndose
más ruidoso detrás de mí. Aun así no habló. El sol estaba en su máximo. El
calor se aferraba a mi espalda como la flama al fuego. Mis costillas estaban a
punto de estallar, pero ya no podía hacer llegar más aire dentro de mi pecho. Y
entonces sentí que debía gritar con mi último aliento, “¡Descansemos!”…
“¡Bien!” respondió él; y su voz fue firme. Él era fuerte. Él era valeroso. Él
no conocía la fatiga ni el temor… ¡Mi hermano!’
Un murmullo poderoso y
cordial, un murmullo vasto y débil; el murmullo de las hojas trémulas, de las
ramas moviéndose ligeramente, corría por las profundidades enmarañadas de la
selva, corría sobre la resplandeciente tersura de la laguna, y el agua entre
los postes envolvía la madera enlamada con una salpicada súbita a la vez. Un
soplo de aire cálido tocaba los rostros de los dos hombres y pasaba con una resonancia
triste –un soplo estridente y corto como un suspiro inquieto de la tierra
onírica.
Arsat prosiguió con voz baja,
uniforme.
‘Llevamos nuestra canoa a la
playa blanca de una pequeña bahía cerca de una larga lengua de tierra que
parecía bloquear nuestro camino; una larga península arbolada que llegaba mar
adentro. Mi hermano conocía el lugar. Más allá de la península está la entrada
de un río, y a través de la jungla de esa tierra hay un camino angosto. Hicimos
una fogata y cocinamos arroz. Luego nos recostamos para dormir en la arena
suave a la sombra de nuestra canoa, mientras ella observaba. Apenas y había
cerrado los ojos cuando escuché un grito de alarma. Nos levantamos de un salto.
El sol ya estaba en la mitad baja del cielo, y en el espacio abierto visible de
la bahía vimos un prau tripulado por muchos
remadores. Lo reconocimos de inmediato; era una de los praus de nuestro Rajá. Ellos estaban vigilando en la orilla, y nos
vieron. Golpearon el gong, y dirigieron el frente del prau hacia la bahía. Sentí mi corazón volverse débil dentro de mi
pecho. Diamelen se sentó en la arena y cubrió su rostro. No había escape por el
mar. Mi hermano se rio. Él tenía la pistola que le habías dado, Tuan, antes de
irte, pero sólo tenía un puñado de pólvora. Me habló rápidamente: “Corre con
ella por el camino. En el otro lado de ese bosque está la casa de un pescador –
y una canoa. Cuando haya disparado todos los tiros te seguiré. Soy un gran
corredor, y antes de que ellos puedan llegar ya deberemos habernos ido. Los
cubriré tanto como pueda, puesto que ella es una mujer –que no puede correr ni
pelear, pero que tiene tu corazón en sus débiles manos”. Se tiró detrás de la
canoa. El prau se aproximaba. Ella y
yo corrimos, y mientras nos apresurábamos a lo largo del camino escuché
disparos. Mi hermano disparó –una – dos veces – y el ruido del gong cesó. Había
silencio detrás de nosotros. El cuello de esa tierra es angosto. Antes de
escuchar a mi hermano hacer el tercer disparo vi la costa saliente, y vi el
agua otra vez: la boca de un ancho río. Cruzamos un claro cristalino. Corrimos
hacia el agua. Vi una cabaña precaria sobre el lodo negro, y una canoa pequeña
en tierra. Escuché otro disparo tras de mí. Pensé, “Esa fue su última carga”.
Nos dirigimos rápidamente a la canoa; un hombre salió corriendo de la cabaña,
pero me lancé sobre él, y ambos rodamos sobre el lodo. Luego me levanté, y él yacía
a mis pies. No sé si lo habré matado o no. Diamelen y yo empujamos la canoa al
agua. Escuché gritos detrás de mí, y vi a mi hermano correr a través del claro.
Muchos hombres daban brincos detrás de él, la tomé con mis brazos y la lancé
dentro del bote, luego yo salté. Cuando miré hacia atrás vi que mi hermano se
había caído. Se cayó y se levantó de nuevo, pero los hombres lo estaban
rodeando. Él gritó, “¡Ya voy!” Los hombres estaban cerca de él. Miré. Muchos
hombres. Entonces la vi a ella. Tuan, ¡empujé la canoa! La empujé hacia las
aguas profundas. Ella se estaba arrodillando de frente mirándome, y yo le dije,
“Toma tu remo”, mientras golpeaba el agua con el mío. Tuan, lo escuché gritar. Lo
escuché gritar mi nombre dos veces; y escuché voces exclamando, “¡Maten!
¡Golpeen!” Nunca miré atrás. Lo escuché llamándome otra vez con un gran
alarido, como cuando la vida se va al mismo tiempo que la voz – y nunca volteé.
¡Mi propio nombre!... ¡Mi hermano! Tres veces me llamó – pero yo no temía a la
vida. ¿Acaso no estaba ella en esa canoa? ¡Y no podía encontrar con ella un
país donde la muerte fuera olvidada – donde la muerte fuera desconocida!’
El hombre blanco se sentó. Arsat
se levantó y permaneció como una figura silenciosa e indistinta por encima de
las brasas agonizantes del fuego. Una neblina que deambulaba al ras del agua se
había arrastrado sobre la laguna, borrando lentamente las imágenes brillantes
de las estrellas. Y ahora una gran extensión de vapor blanco cubría la tierra:
fluía fría y gris en la oscuridad, moviéndose en remolinos sin sonido alrededor
de los troncos de los árboles y sobre la plataforma de la casa, que parecía
flotar sobre la inquietante e impalpable ilusión de un mar. Sólo a lo lejos las
copas de los árboles permanecían delineadas contra el centelleo del cielo, como
una orilla prohibida y sombría – una costa engañosa, inmisericorde y negra.
La voz de Arsat vibraba
estridentemente en la profunda paz.
‘¡La tuve aquí! ¡La tuve! Para
tenerla habría enfrentado a toda la humanidad. Pero la tuve –y –‘
Sus palabras se fueron
resonando en los espacios vacíos a la distancia. Hizo una pausa, y pareció oírlas
muriendo muy lejos –más allá de la ayuda y más allá de la memoria. Entonces
dijo en voz baja:
‘Tuan, amaba a mi hermano’.
Un suspiro de viento le
provocó escalofríos. Mucho más arriba de su cabeza, mucho más arriba del mar
silencioso de neblina las hojas colgantes de las palmeras cascabeleaban en
conjunto en un sonido acongojado y caduco. El hombre blanco estiró sus piernas.
Descansó la barbilla sobre su pecho, y susurró tristemente sin levantar la
cabeza:
‘Todos amamos a nuestros
hermanos’.
Arsat estalló con una
violencia susurrante e intensa.
‘¿Qué me importa quien haya
muerto? Yo quería la paz en propio corazón’.
Pareció oír un movimiento en
la casa –oyó– luego entró sigilosamente. El hombre blanco se levantó. Una
brisa se aproximaba en ráfagas intermitentes. Las estrellas brillaron más
pálidamente como si se hubieran retirado a las profundidades congeladas del
espacio inmenso. Después de una fría ventisca hubo algunos momentos de calma
perfecta y silencio absoluto. Entonces desde atrás del límite negro y ondulante
de la selva una columna de luz dorada se disparó hacia los cielos y se expandió
sobre el semicírculo del horizonte oriental. El sol había salido. La neblina se
levantó, y se dividió en manchas a la deriva, desvaneciéndose en espirales
delgadas y voladoras; y la laguna al descubierto continuó, lustrada y negra, en
las sombras espesas al pie de la pared de árboles. Un águila blanca se elevó
sobre ella con un vuelo oblicuo y agotador, alcanzó la claridad de los rayos
del sol y emergió deslumbradoramente radiante por un momento, luego remontando
más alto, se volvió un punto negro e inmóvil antes de desvanecerse en el azul
como si hubiera dejado la tierra para siempre. El hombre blanco, de pie y mirando fijamente
hacia la puerta, oyó en la choza un murmullo roto y confuso de palabras
distraídas que terminó con un quejido estruendoso. De pronto Arsat trastabilló
hacia afuera con las manos extendidas, temblando, y se quedó parado un rato con la mirada fija. Entonces
dijo –
‘Ya no arde más’.
Frente a su rostro el sol
mostraba su contorno por encima de las copas de los árboles, elevándose
constantemente. La brisa refrescaba; un gran brillo relucía en la laguna,
reflejado sobre el agua fulgurante. La selva salió del de entre las sombras
claras de la mañana, haciéndose perceptible, como si se hubiera acercado de
repente – para detenerse rápido en un gran despertar de hojas, de ramas moviéndose
de arriba abajo, de tallos vacilantes. El murmullo de la vida inconsciente era
más resonante en la inclemente luz del sol, hablando en un idioma
incomprensible alrededor de la oscuridad muda de ese pesar humano. Los ojos de
Arsat divagaron lentamente, para luego mirar fijamente hacia el sol naciente.
‘No puedo ver nada’, dijo el
hombre blanco, moviéndose hacia la orilla de la plataforma y ondeando su mano
para llamar la atención de la tripulación de su bote. Llegó un grito débil
desde el otro lado de la laguna y el sampán comenzó a deslizarse hacia la
morada del amigo de fantasmas.
‘Si quieres puedes venir
conmigo, yo esperaré toda la mañana’, dijo el hombre blanco, volteando la
mirada sobre el agua.
‘No, Tuan’, dijo Arsat
tranquilamente. ‘Ya no comeré ni dormiré en esta casa, pero antes debo encontrar
mi camino. Ahora no puedo ver nada - ¡no puedo ver nada! No hay ni luz ni paz
en el mundo; pero hay muerte – muerte para muchos. Éramos hijos de la misma
madre –y lo dejé en medio de enemigos; pero ahora voy a regresar’.
Dio un suspiro prolongado y
continuó en un tono soñador.
‘Pronto veré lo
suficientemente claro para asestar el golpe –el golpe. Pero ella ha muerto y…
ahora… oscuridad’.
Arrojó sus brazos bien
abiertos hacia adelante, los dejó caer sobre su cuerpo, y luego se quedó quieto
con el rostro inmóvil y los ojos petrificados, mirando fijamente hacia el sol. El
hombre blanco subió a su canoa. Los remadores corrieron inteligentemente a lo
largo de los costados del bote, mirando de reojo para cuidarse las espaldas
ante el inicio de un viaje extenuante. En lo alto de la popa, su cabeza se
envolvió entre paños blancos, y el juragan
se sentó malhumorado, dejando el rastro de su remo sobre el agua. El hombre
blanco, recargándose con ambos brazos sobre el techo verde de la pequeña
cabina, miró hacia atrás para ver el fulgurante brillo del bote despabilado.
Antes de que el sampán pasara la laguna para llegar al arroyo levantó sus ojos.
Arsat no se había movido. Permanecía solitario en el brillo del sol inquisidor;
y miró más allá de la imponente luz de un día despejado hasta la oscuridad de
un mundo de ilusiones.
Bibliografía:
Conrad, Joseph, Selected Short Stories, “The Lagoon”, London:
Wordsworth Classics, 1997.
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